La creciente despolitización de la política, que ha perdido su objetivo esencial de buscar el bien común, y en consecuencia, su sentido, está favoreciendo su penetración y dominio por los neopopulismos de izquierda o de derecha, iguales en la manipulación de las emociones y sentimientos, su oposición al pensamiento crítico y el desprecio de la política que está acabando con lo poco que quedaba de la democracia, como una forma pacífica de dirimir las diferencias y garantizar a todos sus derechos esenciales. Como lo expresó el cantante Joan Manuel Serrat en una frase muy aguda y salpicada de humor negro: “Los demócratas son los que piensan como yo; los demás son fascistas o comunistas”.
En palabras del colombiano Augusto Trujillo Muñoz, en América los populistas solían ser caudillos militares: Perón, Velasco Alvarado, Rojas Pinilla… Reclamaban sintonía con el pueblo y criticaban a las élites tradicionales, pero tenían alguna coherencia política. Los neopopulistas sólo tienen sintonía consigo mismos y están dibujados en la frase de Serrat. Pertenecen a cualquier estrato social y a cualquier bandera partidista. Estimulan y agudizan la polarización sin importarles las reglas consensuadas de convivencia, ni los derechos humanos.
En el neopopulismo no subyacen tesis, sino intereses. Por eso enfrentan, demonizan al adversario, privilegian el esquema amigo-enemigo sobre cualquier otro y sin importarles los enormes sufrimientos que ocasionan. Esa táctica les sirve para llevar a cabo el secuestro de la política y del poder legal. Para lograr el poder o mantenerse en él, todo resulta lícito y, para cubrirse con el manto de una supuesta legitimidad, utilizan y por ello deslegitimizan las instituciones y los otros poderes, lo que evidencia su usurpación del poder. Los ciudadanos son prisioneros de un entorno excluyente que incita a las provocaciones viscerales. En esa trampa no hay tesis, ni de derecha ni de izquierda, aunque lo sigan predicando los políticos tradicionales que siguen atascados en su vieja retórica y sus clichés y no son capaces de enfrentar el desprestigio creciente en que están cayendo por su corrupción, por su ausencia de ética pública, por su anclaje en el pasado y su incapacidad de resolver los problemas de las mayorías. Ante tan evidentes abusos de poder, los ciudadanos se desencantan cada vez más de la política y sienten que las instituciones democráticas sólo están sirviendo para ocultar la destrucción de la democracia, donde el pueblo sigue siendo invocado para justificar las medidas que se toman, pero cada vez se le despoja más y más del ejercicio del poder. Por ello, cada vez tiene menos sentido la vieja diferencia entre izquierda y derecha, aunque sigan utilizándose para desprestigiar al adversario. De hecho, parece que fundamentalmente sirven para criticar al imperio o criticar al socialismo, como causantes de todas las desgracias, con lo que se eximen de asumir sus propias responsabilidades, y miran para otro lado cuando se señalan sus abusos y barbaridades, lo que evidencia una doble moral que en realidad es una gran inmoralidad… De ahí que, más que hablar de derechas e izquierdas, es urgente que comencemos a hablar y categorizar entre los que defienden y practican los derechos humanos y los que los violan.
Urge, en consecuencia, repolitizar la política y recuperar el respeto y el diálogo como ética y como costumbre. Hay que asumir la diversidad como riqueza y ponerse de acuerdo con el que piensa distinto. Hoy, los verdaderos enemigos son la corrupción, la inequidad, los abusos de poder, el racismo, los fundamentalismos, la desinstitucionalización. La corrupción invadió la política, la justicia, la administración pública, los negocios. La desinstitucionalización acabó con el Estado de derecho. Pero el neopopulismo, que se alimenta de provocar la división y la persecución, se opone a construir un país y un mundo en que quepamos todos.
Los tiempos de incertidumbre que vivimos deben espolear nuestro coraje y creatividad para gestar una nueva política que vuelva a su objetivo de buscar el bien común y una genuina democracia como forma de organizar humanamente la sociedad y también como forma de vida. Contra la despolitización de la política, es urgente y necesario recrear la confianza en la política como un instrumento de cambio para generar un proyecto colectivo nacional a la luz de un imperativo ético-político. Junto a esto, se deben hacer los mayores esfuerzos por constituir un nuevo orden colectivo en favor de una democracia que apuntale la inclusión social, la distribución equitativa de la riqueza, la inclusión, la defensa firme de los derechos humanos y la aceptación de la pluralidad de ideas.
Por: Antonio Pérez Esclarín ([email protected])
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