Nos insistieron una y otra vez que la educación bolivariana se enraizaba en el pensamiento y obra de Simón Rodríguez. Pero unos pocos años de desgobierno han bastado para destruir la educación y sepultar las ideas del Maestro del Libertador. Por ello, es urgente que recuperemos su pensamiento y  su defensa de la educación, sobre todo de la pública, que él defendió con pasión y es la que posibilita a las mayorías una vida digna y el logro de los derechos esenciales, pues solo sobre la ignorancia se pueden mantener los populismos  y los gobiernos autoritarios. 

Rodríguez vio con claridad que una  vez lograda la independencia militar, para tener  repúblicas fuertes y  sociedades prósperas y en paz, había que dejar a un lado a los militares  y emprender la revolución cívica, mediante una educación  que enseñara a trabajar, amar el trabajo, y  “vivir en República”, es decir que promoviera las “virtudes sociales”, respeto, honestidad, solidaridad y combatiera el individualismo egoísta. Se trataba de convertir a los súbditos sumisos y obedientes, en ciudadanos libres e independientes “capaces de gobernarse a sí mismos”, y que no se dejaran dominar  ni engañar por nadie. 

Educación  abierta a  todos, especialmente a los más pobres y marginados, las víctimas  directas de la mentalidad y la cultura  colonial que seguía intocada: “Si la educación se proporcionara a todos, ¡cuántos de los que despreciamos, por ignorantes, no serían nuestros consejeros, nuestros bienhechores y nuestros amigos! ¡Cuántos de los que nos obligan a echar cerrojos a nuestras puertas, no serían depositarios de las llaves! ¡Cuántos de los que tememos en los caminos, no serían nuestros compañeros de viaje!”.

La nueva educación debía combatir la pedagogía transmisiva y repetidora, que promueve la sumisión,  y  asumir una pedagogía creativa y crítica: “¡Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el porqué de lo que se les manda a hacer, se acostumbren a obedecer a la razón, no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre, como los estúpidos!”.

Pero, posiblemente su insistencia mayor, que fue la razón por la que fue incomprendido y rechazado por muchos,  fue su empeño en promover  el amor al trabajo productivo, y de unir la instrucción académica con los oficios mecánicos y agrícolas, pues era necesario “colonizar el país con sus propios habitantes”. Estaba convencido de que la prosperidad y la riqueza  no consistía en las minas y materias primas, sino en las capacidades productivas, y que el trabajo era la llave del progreso y de la independencia. Él mismo quiso dar ejemplo con su vida: Cuando no conseguía trabajo como maestro, para sobrevivir, montó talleres para  producir jabones y velas. Por ello, solía ironizar, diciendo: “Así lavaré la conciencia de los americanos y alumbraré América con mis velas”. Durante toda su vida combatió la cultura limosnera que degrada a las personas y convierte a los ciudadanos  en mendigos: “Yo no pido que me den, sino que me ocupen, que me den trabajo. Si estuviera inválido, pediría ayuda. Sano y fuerte debo trabajar. Solo permitiré que me carguen a hombros cuando me lleven a enterrar”.

Para posibilitar esta educación, se necesitaban maestros honestos, creativos, con vocación,  cuyo ejercicio les garantizara vida digna: “El maestro debe contar con una renta que le asegure una decente subsistencia, y en que pueda hacer ahorros, para sus enfermedades, y para su vejez… No ha de recibir limosnas que lo humillan”.

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