APEPor la larga vida de alumnos que todos fuimos –y muchos siguen siendo- pasaron y siguen pasando una enorme cantidad de maestros, maestras y profesores. La mayoría de ellos se borraron de nuestras vidas sin dejar surco ni huellas. Sin duda alguna, esos docentes nos ayudaron a aprender algunas cosas, pero no marcaron nuestras vidas, no dejaron en nosotros una huella indeleble, no contribuyeron de un modo decisivo a nuestra formación.  A otros los recordamos con dolor: egoístas, altaneros, irresponsables, flojos, corruptos… Su recuerdo reabre en nosotros viejas heridas: nos sentimos maltratados por ellos, les teníamos miedo, nos humillaron. Preferiríamos que no hubieran pasado por nuestras vidas: nos deseducaron.

Pero, sin duda alguna, también tuvimos la inmensa suerte de contar con algún maestro o maestra a quien recordamos con verdadero agradecimiento. Nos supimos queridos, aceptados, comprendidos; nos abrió la vida a nuevos e insospechados horizontes; nos ayudó a conocernos, a creer en nosotros, a atrevernos a remar hacia dentro con valor en el torrente de la vida. Sembró en nosotros con su palabra y con su vida, semillas de generosidad, de entusiasmo, ansias de vivir de otro modo. En breve, marcó nuestra existencia con una huella indeleble. De algún modo, aunque no hayamos vuelto a saber de él o de ella, sentimos que sigue viviendo y dando frutos en lo mejor de nosotros. Ellos sí fueron verdaderos maestros, educadores. Y no los recordamos tanto por los conocimientos que nos transmitieron, sino porque nos enseñaron a ser, nos motivaron a vivir con autenticidad, nos dieron el aliento y la ayuda para hacerlo.

Ser maestro, educador, es un privilegio y una gran responsabilidad;  implica la convicción de vivir una vocación especial de formación de genuinas personas y ciudadanos responsables y solidarios;  la alegría que es consecuencia de disfrutar de este privilegio, que Gabriela Mistral definió como la tarea de “crear el mundo del mañana”. Tarea hermosa y apasionante, un desafío por el cual vale la pena  gastar una vida.

Un  buen maestro, un educador, es la principal lotería que le puede tocar a un grupo de niños o  jóvenes en la vida. Él o ella pueden suponer la diferencia entre un pupitre vacío o un pupitre ocupado,  entre una vida trivial o una vida con sentido,  entre un delincuente o una persona entregada al servicio de los demás. Por ello, la educación no puede ser meramente un medio para ganarse la vida, sino que debe asumirse como  un medio para dar vida, para defender la vida,  para provocar las ganas de vivir con sentido y con proyecto.

Necesitamos maestros y maestras con vocación y tratados según la trascendencia de su misión: salarios dignos, condiciones de trabajo seguras y en ambientes propicios;  una adecuada selección para acceder a los cargos; una distribución del horario que permita impartir clases pero también prepararlas, corregir evaluaciones, formarse y perfeccionarse permanentemente y también descansar.