Había una vez un rey que ofreció un gran premio al artista que lograra captar en una pintura la paz perfecta. Numerosos artistas presentaron sus cuadros en los que intentaron plasmar sus visiones de la paz. El rey, tras observar todas las pinturas, seleccionó dos que le habían impactado profundamente. La primera recogía la imagen de un lago muy tranquilo. En él se reflejaban las montañas plácidas y sobre ellas un cielo inmensamente azul con unos tenues brochazos de nubes blanquecinas. Ciertamente, la visión del cuadro producía paz y todos estaban seguros que esta pintura sería la ganadora. La segunda pintura ofrecía un paisaje de montañas abruptas y escabrosas, sobre las que un cielo enfurecido descargaba una colosal tormenta de rayos y truenos. De la montaña caía un torrente impetuoso.
La gente no entendía cómo el rey la había seleccionado como finalista. Mayor fue su asombro cuando, después de largas cavilaciones, el rey la eligió como ganadora.
-Observen bien el cuadro –les dijo el rey al explicar su decisión-. Detrás de la cascada hay un pequeño arbusto que crece en la grieta de la roca. En el arbusto hay un nido con un pajarito que descansa tranquilo a pesar de la tormenta y del fragor de la cascada. Paz no significa vivir sin problemas ni conflictos, llevar una vida sin luchas ni sufrimientos. Paz significa tener el corazón tranquilo en medio de las dificultades.
Sólo los que tienen el corazón en paz podrán ser sembradores de paz y contribuirán a gestar un país mejor en medio de tantas violencias, tormentas y problemas. La lucha por la paz debe comenzar en el corazón de cada persona. Ser pacífico o constructor de paz no implica adoptar posturas pasivas o dejarse derrotar por el pesimismo y los problemas, sino luchar por la verdad y la justicia, con métodos no violentos y con el corazón lleno de fuerza y esperanza. No seremos capaces de reconstruir el país y de enrumbarlo por las sendas del progreso y la paz si seguimos radicalizando las actitudes y conductas que nos llevaron a la penosa situación en que nos encontramos. En las pasadas elecciones el pueblo apostó por el cambio y el reencuentro por vías democráticas y pacíficas. Sería muy irresponsable y muestra de mezquindad agitarlo para el enfrentamiento y la violencia.
Se acerca la Navidad, tiempo para el reencuentro, la fraternidad y la paz. De nada servirá decorar casas y oficinas, llenar de luces plazas y avenidas, poner pinos y pesebres en nuestros hogares, si no tenemos la disposición de cambiar nuestros corazones, de deponer toda actitud violenta, excluyente, vengativa. Aceptar a ese niño que tiembla de frío en un pesebre es aceptar la sencillez en lugar de la prepotencia, la fraternidad en vez de la dominación, el amor en vez del odio, el perdón en vez de la venganza. En Belén los ángeles anunciaron el nacimiento del Niño con un mensaje de paz a los “hombres y mujeres de buena voluntad”, es decir a los sencillos y humildes de corazón, a los que se comprometen a actuar con honestidad y respeto.
Celebrar la navidad y alimentar el odio y la venganza, atizar la confrontación más que la reconciliación, es celebrar no a Jesús, sino a Herodes, que quiso matar al niño porque lo consideró una amenaza a su poder.