El 10 de diciembre de 1948, cuando el mundo se asomaba estremecido al horror de los campos de exterminio nazi y de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial que ocasionó unos 50 millones de muertos, dejó ciudades enteras convertidas en escombros y nos asomó al poder destructor de las armas nucleares; un centenar de países reunidos en París, firmaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres y son iguales en dignidad y derechos”. Hoy, después de 67 años de aquella firma solemne, el mundo sigue más desigual, injusto y discriminador que nunca. El inmenso poder creador de los seres humanos no está al servicio de la vida ni de la convivencia. El increíble desarrollo tecnocientífico no se traduce en desarrollo humano. El mundo de comienzos del Siglo XXI funciona para unos pocos y contra muchos. Por ello, la discriminación campea vigorosa en nuestras relaciones con los demás. Hoy se sigue discriminando abiertamente por razones económicas, políticas, raciales, religiosas, culturales, sexuales, de género.
Necesitamos con urgencia una educación que nos enseñe a vivir con, es decir, a convivir, y no a vivir contra. Una educación que enseñe a amar la cultura de la vida compartida. Debemos convencernos de que la sobrevivencia a nivel nacional y a nivel global, pasa por la convivencia y el respeto a la diversidad, y que el egoísmo, la violencia y la discriminación son formas de suicidio.
Hoy se habla mucho de la necesidad de ser tolerantes. Pero, pienso al igual que Gandhi que, hay que superar la mera tolerancia para abrirse a la necesidad de respetar e incluso alegrarse de la diversidad, considerándola como riqueza. Es maravilloso que haya razas, costumbres, culturas, religiones, formas de pensar diferentes. El tesoro de la humanidad está precisamente en su diversidad creadora. Somos diferentes, pero todos pertenecemos a un determinado país y también a la “ciudadanía planetaria” (Morin); somos hijos de un mismo Dios, Padre de todos, que nos ama a cada uno en nuestra singularidad; y debemos considerar la Tierra como la Patria común, que debemos cuidar, respetar y trabajar para que sus frutos alcancen a todos. La idea de unidad de la especie humana no debe borrar la de su diversidad. Precisamente porque todos somos iguales, tenemos derecho a ser diferentes y a ser respetados en nuestra diversidad. Hay que aprender a ver lo mejor de cada persona y de cada pueblo, superando las visiones estrechas y fundamentalistas y todo tipo de racismo, xenofobia, desprecio, dominación.
Una genuina educación para la convivencia debe combatir decididamente todo tipo de discriminación y las variadas formas de dogmatismo, fundamentalismo e intolerancia de quienes pretenden imponer una única forma de pensar, de creer, de vivir. La diversidad y el respeto a las minorías son tan importantes como el gobierno de las mayorías. El fanatismo es odio a la inteligencia, miedo a la razón. Asumir la diversidad como riqueza es una gran oportunidad de enriquecimiento personal y colectivo, camino a la justicia y a la paz.