La alegría es un valor fundamental del ser humano. Por ello, hay que proponerla y cultivarla. Al alumno hay que tratarlo con alegría que es el signo que acompaña siempre a cualquier tarea creadora. Hacer feliz a un niño es ayudarle a ser bueno. Si hay alegría, hay motivación, deseos de aprender.
La alegría afirma la existencia de cada alumno. Si el educador no se alegra por la existencia de su alumno, en el fondo lo está rechazando y negando. En consecuencia, la pedagogía de la alegría solo será posible si cada educador acude con el “corazón maquillado” de dicha al encuentro gozoso con sus alumnos. El maestro o profesor debe ser el personaje más entusiasta y gozoso del salón. Si él está alegre, convertirá su salón en una fiesta, pero si está amargado o ha perdido la ilusión, su clase será un fastidio. Un educador alegre se esfuerza por apartar sus preocupaciones y problemas y se mantiene siempre positivo y cercano, con una sonrisa en sus labios. Una sonrisa negada a un estudiante puede convertirse en un pupitre o una silla vacíos.
En momentos en que, ante la inseguridad y la violencia, impera la cultura de la muerte, los centros educativos deben ser recintos de vida, donde todos los alumnos se sientan a gusto, seguros y felices. Las aulas y todos los recintos escolares deben invitar a la alegría y ser atractivos en lo físico y en el ambiente irradiador de aceptación, comprensión, ayuda. Con frecuencia, el ambiente de los recintos escolares y de sus alrededores, el abandono, la suciedad, la frialdad desnuda de los salones, y unas relaciones centradas en el autoritarismo y el miedo, traen mucha niebla de desmotivación y fastidio. Si pretendemos una educación en la alegría, cada plantel tiene que ser un manantial de confianza, y amistad, un espacio digno, pulcro, que irradie vida y donde todos se sientan bien.
Quedan, en consecuencia, prohibidas las caras largas, las palabras ofensivas y desestimulantes, las amenazas, los gritos, las normas impuestas sin participación de los alumnos, los ejercicios tediosos y aburridos, las memorizaciones sin entender, los aprendizajes sin sentido. Hay que volver al saber con sabor; hay que recuperar la escuela (scholé) como lugar del disfrute en el trabajo creativo y compartido. Necesitamos, en consecuencia, “recrear” la escuela para que no siga privilegiando el caletre y la copia, sino que cultive la imaginación y la creatividad. Creatividad ya no para adaptarse y triunfar en este mundo que confunde el capricho con la libertad, sino para transformar y crear un mundo nuevo.
Desrutinemos la educación, abramos las ventanas del aula a la vida, recuperemos el valor educativo del recreo, el deporte, las actividades culturales, los grupos musicales o de teatro, las convivencias y excursiones. Este tipo de actividades que fortalecen la voluntad, desarrollan la expresión, la iniciativa, la creatividad y la sensibilidad, son las que calan más hondo en el espíritu. Ellas marcan a la persona para toda la vida.
Desterremos las jornadas monótonas, siempre iguales. Cada día debe ser una sorpresa, cada actividad una fuente de asombro.