En estos días se viene hablando con insistencia sobre la necesidad de educar en valores. Parece haber consenso en que la profunda crisis que vivimos es, en definitiva, una crisis moral, de personas, de valores.
Me preocupa mucho, sin embargo, que la educación en valores sea meramente una moda, algo de lo que cada vez hablamos más y más, pero que no se vaya traduciendo en una clarificación profunda de los valores personales y en una decisión radical de irlos sustituyendo por otros. Siempre, por ejemplo, que en un curso o en un taller pregunto a los asistentes cuáles son sus valores más importantes, enseguida suelen ponerse muy serios y empiezan a enunciar supuestos valores: honestidad, respeto, justicia, sinceridad, responsabilidad… Y suele quedarme la impresión de que “recitan” valores, lo que se supone que deben decir, pero ni se les ocurre ponerse a pensar si en verdad eso que dicen es para ellos un valor y mucho menos si lo viven o practican.
Todo valor, para serlo realmente, debe ser percibido como un bien, como algo por lo que merece la pena trabajar o esforzarse y que gratifica o da vida. Si yo digo, por ejemplo, que el trabajo es un valor, pero huyo de él siempre que puedo, estoy afirmando con mi actuación que lo que realmente valoro es la vagancia o la flojera y que considero al trabajo como un antivalor. Lo mismo podríamos decir de todos los otros supuestos valores “proclamados”: honestidad, creatividad, respeto, solidaridad, responsabilidad… que, de hecho, podemos percibirlos como antivalores si lo que apreciamos y valoramos es el vivismo, la rutina, el capricho, el egoísmo, la irresponsabilidad….
En definitiva, algo no llega a ser un auténtico valor para alguien, hasta que esa persona se compromete y organiza su vida en función de ese valor. Si para mí la justicia es un valor fundamental, no sólo seré justo en mi trato con los demás, sino que me esforzaré por combatir todo tipo de injusticia y trabajaré por establecer una sociedad que tenga a la justicia en sus cimientos. Lo mismo podríamos decir de la honestidad y de todos los demás valores proclamados. No sólo seré honesto, sino que no permitiré actitudes deshonestas o corruptas, ni seré amigo de las personas que lo son.
Con frecuencia, “aprendemos” valores, y sólo los apreciamos verbalmente, pero no los vivimos. No son valores reales para nosotros. Y hasta podemos ser predicadores incansables de valores y demostrar con la vida lo contrario. “Obras son amores y no buenas razones”, dice el viejo refrán castellano, o en palabras de Martí, “la mejor manera de decir es hacer”. Yo resumo mi pedagogía en este principio: “Uno explica lo que sabe, pero enseña lo que es”. Todos educamos o deseducamos no tanto por lo que decimos, sino por lo que hacemos y somos.
Si en verdad quieres saber cuáles son tus valores, analiza quiénes son tus amigos, las personas con las que te sientes a gusto y de qué suelen conversar normalmente. Como lo expresa bien el viejo refrán: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.
Por: Antonio Pérez Esclarín ([email protected])
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