Son ya demasiados años de enfrentamientos, odios, violencia, que sólo han traído sufrimiento y destrucción.  Si amamos a Venezuela y queremos acabar con tanto dolor, y emprender  el camino de la prosperidad y la paz, debemos empezar a trabajar por una verdadera reconciliación. Reconciliar no es homogeneizar ni ocultar los puntos de enfrentamiento, sino ayudar a que las diferencias se conviertan en valor y no en abismo. O ayudar a que, cuando se hayan generado abismos, como es en nuestro caso, encontremos el camino para restablecer los puentes. En la cultura que vivimos de profundo relativismo moral y en que la política se ha divorciado de la ética, no va a ser fácil la reconciliación. Sin embargo, si no queremos renunciar a nuestra condición humana y nos negamos a aceptar como destino la barbarie, no podemos renunciar a reconciliarnos.

La reconciliación parte del reconocimiento de la común condición humana, que toma en serio la dignidad de cada persona. Todos hemos de contemplar a las víctimas y a sus opresores como seres humanos, dotados de una dignidad inviolable que no procede de la bondad o maldad de sus actos, sino que nace de su condición humana. Todos somos susceptibles de ser víctimas de otros, pero también, en nuestras limitaciones morales, somos capaces de convertirnos en agentes de injusticia.

Al decir esto, debemos evitar una supuesta neutralidad que es un modo sutil de apoyar al agresor considerando que tiene la misma razón que las víctimas. Ante la injusticia no se puede ser neutrales; hacerlo es convertirse en cómplices. La reconciliación exige colocarse siempre del lado de los que sufren la injusticia frente a los que la causan.

La cultura de la reconciliación exige unas condiciones que permitan su posibilidad. En primer lugar, la verdad. En tiempos de postverdad, es fundamental reivindicar la verdad verdadera frente a la mentira. Cuando se han cometido atropellos y se han vulnerado los derechos esenciales, es importante conocer lo que pasó. La verdad es una demanda prioritaria de las víctimas y no de los victimarios. Los primeros quieren que salga a la luz lo que ocurrió, los segundos se esfuerzan por mantener lo ocurrido en las sombras de la duda, la ambigüedad o el olvido; o cuando reivindican la verdad, la tergiversan con interpretaciones manipuladoras que ocultan o justifican el mal cometido

La reconciliación supone también justicia penal y restauradora que supone reconocer los daños causados y busca la debida compensación a las víctimas. La reconciliación además de la justicia, exige el perdón. Moralmente, no se puede exigir a las víctimas que ofrezcan su perdón, pero sí es una obligación moral de los victimarios solicitarlo por las injusticias cometidas. Si los victimarios no reconocen el mal que han hecho, no asumen sus responsabilidades, no se arrepienten, no desisten de hacer el mal y no se comprometen a resarcir a las víctimas el daño causado y a no reincidir en su conducta inhumana, no va a ser posible la reconciliación. Tampoco lo será si las víctimas buscan la venganza en lugar de un acuerdo de convivencia, que rija la vida sociopolítica en el futuro.

En definitiva, la reconciliación exige humildad, verdad, hondura ética y autocrítica como actitud básica que conduzca al arrepentimiento, la superación del conflicto y la gestación de nuevas relaciones humanas. Si bien es un camino muy difícil, no podemos renunciar a él.