“Lo esencial es invisible a los ojos. Sólo se ve bien con el corazón”, nos dice Saint Exupery en El Principito. En Venezuela, donde estamos rotos y enfrentados, necesitamos aprender a mirarnos con los ojos del corazón para vernos como conciudadanos y hermanos y no como enemigos. Si no lo hacemos, seguiremos cultivando el odio y la rabia, y será imposible reconstruir el país y posibilitar vida digna a todos. El ciudadano entiende que la verdadera democracia garantiza la igualdad, combate la exclusión y la miseria y promueve la diversidad. Somos diferentes pero iguales. Precisamente porque todos somos iguales, todos tenemos derecho a pensar y actuar de un modo diferente dentro de las normas de la convivencia que regulan los derechos humanos y las constituciones democráticas. Todo tipo de coacción es antidemocrática e inmoral y en las pasadas elecciones abundaron las coacciones y amenazas, lo que evidenció la inmoralidad de muchos dirigentes, su autoexclusión como políticos dignos y la ilegitimidad de las elecciones.
Hoy se insiste en la necesidad de ser tolerantes. Pero yo pienso como Gandhi que hay que superar la mera tolerancia para considerar la diversidad como riqueza. Es maravilloso que haya razas, costumbres, culturas, religiones, formas de pensar diferentes. El tesoro de la humanidad está precisamente en su diversidad. Somos diferentes, pero todos pertenecemos a la “ciudadanía planetaria” (Morin); somos hijos de un mismo Dios, Padre y Madre, que ama a cada uno en su singularidad. Por ello, debemos considerar a Venezuela como la Patria común, que tenemos que amar, cuidar y trabajar para garantizar a todos vida digna. De ahí la importancia de volver a la verdadera política que promueve la igualdad de derechos y la cultura de la paz, y combate todo tipo de discriminación y las variadas formas de dogmatismo e intolerancia de quienes pretenden imponer una única forma de pensar y de vivir. El fanatismo es odio a la inteligencia, miedo a la razón.
La mirada con los ojos del corazón es también una mirada compasiva. Hay un refrán muy conocido que dice: “Ojos que no ven, corazón que no siente”, pero el refrán es más verdadero al revés: “Si el corazón no siente, los ojos no ven”. Es el corazón el que enseña a los ojos a mirar. Muchos viendo no ven. Ven la realidad de hambre, violencia, miseria, la superficialidad y mentira de muchas promesas falsas y soluciones imposibles, pero no les conmueven y en consecuencia no hacen nada para cambiarlas o remediarlas porque su corazón no siente. Les sucede lo que al doctor y al levita en la parábola del Buen Samaritano. Vieron al herido del camino pero dieron un rodeo para no tropezar con él. Lo vieron con los ojos de la cara, pero no con los del corazón: no se dejaron impactar por su sufrimiento, no se compadecieron. Esta ausencia de mirada es la que ha ocasionado la desconfianza generalizada en los políticos y en la política como medio esencial de resolver los problemas.
La mirada con los ojos del corazón debe ser también una mirada autocrítica y crítica, que cuestiona creencias, conductas y palabras falsas. Autocrítica para superar la queja sin compromiso, muy rápida para denigrar lo que hacen otros pero muy estéril para proponer y comprometerse. Mirada indignada ante una realidad de injusticia, abusos, opresión, miseria y violencia. Mirada que impulsa a la acción comprometida y transformadora.