Mientras de nuevo estamos confinados en Madrid, a donde vine a acompañar el tratamiento de cáncer de mi hija Nairuma,  que, a pesar de los problemas y dificultades, está cerca de culminarlo con éxito;  quiero ofrecerles algunas reflexiones sobre la pandemia que, mientras escribo estas líneas,  está recuperando  de nuevo su vigor y sigue sembrando miedos y muerte, a pesar de que hace un par de meses creíamos que estaba derrotada.

El primer mundo vivía dormido en su cultura individualista y consumista, de espaldas a los sufrimientos de las mayorías en el mundo. Se sentía muy seguro y protegido por cuerpos de seguridad bien entrenados,  armas muy sofisticadas, ejércitos superpoderosos y economías prósperas que permitían a sus ciudadanos el disfrute de una vida segura y abundante.  Hasta consideraba normal gastar más de dos billones de dólares en armamento  y sembrar al mundo de muros y fronteras físicas y legales,  para impedir que los hambrientos del mundo, huyendo de la miseria y las guerras,  arriesgaran sus vidas para saciar su hambre con las  migajas que caían de las mesas de este mundo del consumo y la abundancia. Y un simple virus, tan pequeño que es invisible,  ha hundido, en pocos días, las economías más prósperas y se ha burlado  de las armas nucleares,  de los acorazados y  aviones de combate y de todo ese increíble arsenal  militar, tan eficaz para destruir pueblos y matar gentes, pero incapaz de matar a un  virus.  ¿No resulta vergonzoso que el hambre y la miseria sigan  matando cada día muchos más muertos que los que ha ocasionado y ocasiona la pandemia, y sin embargo nunca se ha decretado estado de alarma contra el hambre? ¿No es una afrenta  para la humanidad y una constatación del absurdo del actual tipo de desarrollo individualista y consumista saber que con lo que se gasta en armas en diez días  se podría proporcionar salud y educación a todos los niños del mundo?   Si solo una parte de esa cifra escandalosa que se  gasta cada año en fabricar  armas cada vez más sofisticadas,  hubiese sido empleada en mejorar la sanidad y la investigación médico-científica, o en gestar una mejor justicia social, hoy las mayores potencias armamentistas no se sentirían tan impotentes y tan desesperadas  con el nuevo virus.

De repente, con el cierre obligado de las fronteras internas y externas, todos nos hemos sentido migrantes maltratados y nos hemos asomado  a su angustia y su dolor. Todos, además, nos hemos descubierto  posibles portadores  de enfermedades y hemos empezado a considerar al otro, por querido y cercano  que sea, como una amenaza de contagio. Ante la realización de  juegos a puerta cerrada, sin público, hemos entendido que el fútbol y la mayoría de los deportes masivos son,  sobre todo,  un negocio que moviliza miles de millones de dólares. Y la angustia de muchos aficionados que no saben vivir sin fútbol y se amontonan a las puertas de los estadios sin hacer caso a las medidas sanitarias que se exigen,  nos permite entender   la  profundidad trivial  de sus pasiones.

En una sociedad fundamentada sobre la productividad y consumo, que mira con desdén la cultura más gozona  y no tan disciplinada de otros países, se les obliga a un largo paro obligado  sin saber qué hacer con el tiempo pues siempre se ha considerado como un medio de ganar dinero, y obliga a muchos a una inesperada e insólita  cercanía familiar y a tener que cuidar y atender a los niños, responsabilidad que  habían delegado en otras instituciones. También el virus nos ha hecho comprender  y valorar en su justa medida la importancia de profesiones consideradas de segunda o de tercera, como la de los médicos y enfermeros, los policías, los recogedores de basura, los camioneros, los agricultores, los que trabajan en supermercados, los que cuidan y atienden a los ancianos…

 De todos los rincones del planeta se han  levantado voces para que asumamos esta pandemia  como una oportunidad para cultivar la conciencia planetaria y la fraternidad universal. Todos habitamos el único planeta Tierra, tan maltratado y destruido. Todos nos hemos descubierto vulnerables y débiles y hemos comprendido que, al cuidarnos, estamos también cuidando a los demás; y si no lo hacemos nos convertimos en peligro y amenaza. La pandemia nos ha  evidenciado  que todos somos interdependientes,  estamos ligados unos a otros, nos necesitamos. Los virus no respetan fronteras, clases sociales, culturas, razas, religiones, y nos han ayudado a descubrir que todos somos igualmente humanos.

La pandemia no golpea a todos por igual

Si bien esto es cierto,  es una gran falacia decir y repetir ingenuamente, como muchos lo vienen haciendo,  que la pandemia  trata a todos por igual, cuando  la realidad es que golpea con más fuerza a los empobrecidos del mundo. Según la Organización Internacional del Trabajo, el coronavirus podría cobrarse casi 25 millones de empleos en el mundo. A su vez,  Frei Betto  afirma que “con la pandemia, el número de pobres en Latinoamérica pasará de los 162 a los 216 millones”.  La población pobre, que depende más de la renta informal, ha sido la más perjudicada durante la pandemia y después de ella. No es cierto que todos estamos -durante esta crisis- en el mismo barco; estamos sí en la misma tormenta. Algunos la pasan en sus residencias lujosas, con jardines, piscinas y neveras y bares bien surtidos. Si tienen algunos síntomas, reciben la mejor atención médica posible.  Otros deben soportarla  apretujados en viviendas miserables sin agua, sin electricidad, sin jabón, sin medicinas  y sin comida, que deben salir a buscarla cada día. Por ello, también la pandemia nos evidencia que  los empobrecidos  son siempre las víctimas de todas las crisis.

Esto está teniendo unas consecuencias muy negativas en la educación. Ante la dificultad de realizar la educación presencial, que es la que posibilita una verdadera educación, se ha extendido la educación online. Y no  podemos ignorar  que  a este mundo virtual no todo el mundo tiene igual acceso,  con lo que a las nuevas discriminaciones y desigualdades,  habría que añadir la discriminación  digital, dado que las poblaciones más vulnerables y los grupos  empobrecidos y excluidos, escasamente pueden acceder al mundo de Internet. Por ello, hoy se han acuñado los  términos de  infopobres e inforicos, para subrayar la brecha digital. Y si para muchas personas, navegar por Internet es una acción cotidiana, no podemos olvidar que en todo el mundo todavía hay más de 4.000 millones de personas que viven sin acceso a Internet. Según datos de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), la agencia para la comunicación y las nuevas tecnologías, tan solo un 51% de la población mundial está conectado a Internet: más del 85% en las regiones desarrolladas (Europa, Norteamérica), pero menos del 40% en regiones más pobres, como África y Latinoamérica, en especial, Venezuela, que tiene la peor conectividad del continente, y donde la electricidad se va a cada rato.

De hecho, si bien muchos consideran que las nuevas tecnologías están contribuyendo a una mayor igualdad en  la educación, la realidad es que, con su utilización tan dispareja,  en vez de favorecer una democratización, y una mayor  extensión de la educación, se está propiciando una discriminación de las personas que, por sus recursos económicos o por la zona o países donde viven, no pueden tener acceso a estas nuevas herramientas.

El problema es  que esta brecha digital se está convirtiendo en elemento de separación, de exclusión de personas, colectivos, instituciones y países. De forma que la separación y marginación meramente tecnológica, se está convirtiendo en separación y marginación social y personal. Es decir, que la brecha digital se convierte en brecha social, de forma que la tecnología es un elemento de exclusión y no de inclusión social.

Por otra parte, no podemos olvidar que la igualdad de acceso al conocimiento no supone  igualdad ante el conocimiento. Es importante siempre tener en cuenta que en Internet nos encontramos con una información prácticamente inabarcable, pero ello no implica que dicha información se convierta en conocimiento, que requiere un grado de madurez cognitiva y de preparación del usuario que no siempre  tiene.

Tampoco podemos olvidar la brecha digital  generacional y de género. El papel de la familia lo están ocupando los aparatos electrónicos, que es el hábitat natural donde sucede la vida de los jóvenes. Generación Digital, Generación @, Nativos Digitales o Generación del Pulgar son algunos de los términos con los que se designa a la juventud que ha crecido rodeada de nuevos medios electrónicos, que utilizan cada día para comunicarse, entretenerse y  formarse,  y que representan el segmento de la población más activo en su uso. Con el problema añadido de que  el cambio de la vida social por la virtual en las redes sociales es uno de los mayores peligros del uso abusivo de las nuevas tecnologías para los jóvenes.

En estas tecnologías consiguen una pericia muy superior a la de sus progenitores, lo que les ha llevado a entender las redes digitales como una oportunidad y una forma de independencia  y también, con frecuencia, de considerarse superiores y denigrar de las personas mayores.

La generación digital está siendo la primera en experimentar una serie de cambios drásticos en el acceso y procesamiento de la información. Incluso, algunos autores  los han descrito en el entorno de la relación docente como “infornívoros” (organismos que consumen información para existir). Todos estos factores les distancian de las generaciones anteriores y repercuten en la forma de pensar, aprender, reflexionar (en su capacidad de abstracción), trabajar y desenvolverse. En esta línea, autores ya clásicos apuntan que se trata de una generación atrevida, impetuosa, desafiante, independiente, segura de sí misma, adaptable, con autoestima alta, pero que desconfía de la postergación de objetivos (quiere todo rápido y sin mucho esfuerzo), con menores habilidades para la comunicación verbal y para la comprensión y el pensamiento crítico,  y unas relaciones amistosas más laxas aunque con mayor capacidad para organizarse telemáticamente.

Esta realidad explica el hecho evidente de que, con frecuencia, el problema para la utilización de las TICs en los procesos de enseñanza-aprendizaje, no viene de los alumnos sino fundamentalmente de los profesores. Es bien cierto que los alumnos suelen tener mayor dominio de las tecnologías de la comunicación de la cibersociedad que sus profesores. En contrapartida, el profesorado cada vez se siente más inseguro en el nuevo entramado tecnológico por diferentes motivos, que van desde su falta de dominio, la rapidez y velocidad con que estos se incorporan a la sociedad, de forma que cuando terminan de  aprender la última versión de un navegador, surgen otros, que requieren  algunas adaptaciones; y lo que puede ser más importante para el profesor, el deseo de no presentarse con una imagen de incompetente delante de sus estudiantes. Muchas veces, la forma de evitar estos problemas, es no utilizar las nuevas tecnologías  y  esta no utilización tendrá diferentes consecuencias negativas como no aprovechar las posibilidades que las tecnologías ofrecen, o desestimar la habilidad cognitiva que presentan los estudiantes para interaccionar y decodificar mensajes establecidos por estos medios.

En cuanto a la brecha digital de género, la marginación social que las mujeres sufren en nuestra cultura también se ve reflejada en el acceso que tienen a las nuevas tecnologías,  sobre todos en aquellos países donde la discriminación de la mujer es verdaderamente fuerte, y ésta se encuentra relegada al espacio doméstico e incluso se les niega el acceso a la escuela.

Para superar o al menos disminuir esta brecha,   Antonio Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, comenta que “no dejar a nadie atrás significa no dejar a nadie desconectado”.  Lo que va a suponer, si no queremos agrandar la brecha digital,  enormes esfuerzos pues, en términos generales, solo la mitad de la población mundial usa Internet y menos de la mitad de los hogares tiene una computadora,

La investigadora ecuatoriana Rosa María Torres nos alerta de otros posibles peligros con la creciente propuesta de privilegiar la educación on-line: «En la renovación de la educación, la interacción humana y el bienestar deben ser prioridad. La tecnología ‐en particular la tecnología digital que permite la comunicación, y la colaboración y el aprendizaje a distancia‐ es un instrumento formidable y una fuente potencial de innovación. Sin embargo, debería preocuparnos, cada vez más, el hecho de que el traspaso a la enseñanza a distancia en línea exacerbe las desigualdades, no solo en el Sur global, sino también incluso en los rincones más dotados de recursos de todo el planeta. Debemos asegurarnos de que la digitalización no socave la privacidad, la libre expresión y la libre determinación en materia de información, ni conduzca a un control abusivo de ello. Pensar que el aprendizaje en línea es el camino a seguir para todos es ilusorio. Además de renovar el compromiso con el profesorado, deberíamos reconocer y fomentar el aprendizaje realizado en las familias y las comunidades»[1].

O nos unimos o nos hundimos

Muchos pensaron que, después de este fenómeno, el mundo ya no sería igual y hasta imaginaban un cambio profundo en la mentalidad que nos llevaría a una mayor convivencia y a trabajar por un mundo más solidario y más justo, y a profundizar en el sentido de la existencia y de la vida. Todavía estamos a tiempo para aprovechar el miedo y la  alarma generalizada para una profunda reflexión sobre la debilidad de nuestras vidas que nos lleve a reorientar la marcha del mundo   y nos impulse a buscar una profunda reconciliación universal. Si no hemos asumido con la debida atención el problema del deterioro ambiental que está poniendo en peligro  la sobrevivencia de la humanidad, el surgimiento del virus y su rápida propagación  nos debería convencer de que  somos todos ciudadanos de un mismo mundo y que deberíamos empezar a superar las diferencias para enfrentar juntos los problemas de todos y derrotar no sólo las acometidas del coronavirus, sino las de otros virus mucho más mortales y más fáciles de dominar, como son el hambre y  la miseria que causan miles de muertos cada día.

La lección evidente es que o nos  unimos o nos hundimos. Aunque a la fuerza, hemos terminado por entender que la solidaridad es la principal vacuna para prevenir pandemias y epidemias, y la mejor medicina para curarlas.  Pero, si no sabemos escuchar bien las advertencias del coronavirus y seguimos encerrados en nuestro pequeño mundo individualista, de espaldas a los demás, la pandemia puede robustecer el egoísmo y el ultranacionalismo y fomentar el darwinismo social, es decir, la sobrevivencia de solo los más fuertes, con más recursos o más inmorales.. También existe el peligro de que la pandemia fortalezca el autoritarismo y la imposición de estados policiales. ¿Seremos capaces de aprovechar la epidemia para reorientar la marcha del mundo, para valorar lo que de veras es importante, o  una vez que pase, volverá todo poco a poco  al mismo desequilibrio y al triunfo de la trivialidad y el individualismo?

Mucho me temo que no  y que,  pasada la pandemia, todo vuelva a la normalidad tan anormal de antes, donde la economía no está al servicio de la vida, sino de los caprichos de una minoría,  y perdamos la oportunidad de comprometernos  en serio en la construcción de un mundo más justo y fraternal, donde enfrentemos todas las pandemias,  en especial las del hambre y la miseria, que evidencian nuestra deshumanización.

Quisiera creer, sin embargo, y trabajo para ello,  que no van a ser inútiles tantos sufrimientos, tantos miedos, tantas muertes y también tantos heroísmos y tantas solidaridades y  que la obligada encerrona nos ayudará a reflexionar sobre nuestras vidas y sobre la marcha alocada de nuestro mundo,  y que se impondrá la cordura, y la humanidad despertará por fin  de ese falso sueño de un desarrollo egoísta sin límites, que se traduce en una verdadera pesadilla para la mayor parte de la humanidad.

 En cuanto a  Venezuela, ¿sabremos aprovechar esta pandemia   para alimentar, por fin,  el espíritu de la reconciliación y de la unión, o profundizará más bien los enfrentamientos, la cerrazón y el autoritarismo? ¡Basta ya de pugnas  estériles, de actitudes arrogantes  y de egoísmos destructores! ¡Es la hora de   arrancar la política de la ideología y ponerla al servicio de una vida digna para  todos! Es la hora de sustituir discursos por acciones, de derrotar la retórica con servicio y con trabajo. Es la  hora de pensar en Venezuela, de superar nuestras visiones mediocres, interesadas y   egoístas y de abocarnos todos a combatir con valor esta pandemia y las epidemias  del hambre, la falta de medicinas,  luz, agua, gasolina,  que desde años vienen ocasionando miles de muertos. Es la hora de que fortalezcamos entre todos los dos pilares de la dignidad humana: la salud y la educación: el derecho a la vida y el derecho a un conocimiento profundo capaz de impulsar una economía próspera, al servicio del desarrollo humano. Es la hora de fomentar la imaginación creativa, crítica y autocrítica,   de superar el miedo, el fatalismo y la resignación, para parir la nueva Venezuela. Es la hora de los educadores resilientes y valientes, que no se rinden, y que a pesar de las dificultades y problemas, y de unos sueldos los más bajos de todo el continente e incluso del mundo, que no les alcanzan para sobrevivir, siguen dando lo mejor de sí para posibilitar la educación de los más vulnerables y empobrecidos. Es la hora de los auténticos políticos, con vocación de servicio, verdaderos estadistas, cercanos a la gente, capaces de compartir su vida y sus problemas. Por ello, es la hora de dejar a un lado y para siempre a los politiqueros de oficio, arribistas y corruptos, charlatanes y mentirosos,  que utilizan el poder para lucrarse.

 Necesitamos todos despertar el alma, aprender a mirar nuestras vidas y mirar el mundo con ojos nuevos. Necesitamos despertar del sueño de nuestra inconsciencia y nuestro egoísmo individualista a la verdad de lo que somos, a la vulnerabilidad de nuestras vidas. Despertar al convencimiento de que no podemos caminar solos y aislados, sino que necesitamos unir nuestras fuerzas. Despertar a la sencillez, la humildad y la solidaridad. Despertar a la necesidad de una vida más humana y más justa, vacunarnos contra el egoísmo y la insensibilidad y  empezar a contagiar el virus del respeto, la compasión y el amor.


[1] Rosa María Torres. “ La pandemia evidencia la desigualdad social “, en el foro por zoom  “¿Está el mundo preparado para el Covid y la educación virtual?”.

Por: Antonio Pérez Esclarín (pesclarin@gmail.com)

@pesclarin      

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