“Ningún traje del emperador había tenido tanto éxito como aquel.

 Pero, ¡si no lleva nada encima! –dijo un niñito.

 ¡Oh! ¡Oigan al inocente! –dijo el padre del niño.

Y unos y otros fueron susurrándose lo que el niño había dicho. 

No lleva nada encima… ¡Un niño dice que no lleva nada encima!

Pero, ¡si no lleva nada encima! –exclamó por fin toda la gente.

El emperador se contorsionó, pues sabía que aquello era verdad. Pero pensó: “La procesión no puede interrumpirse”

Mis padres, ambos inmigrantes, eran amantes de la lectura, pero, con gustos muy particulares: papá leía historias de vaqueros y noticias, mientras mi madre siempre tenía  revistas en sus manos (especialmente “Buenhogar”, “Selecciones del R. Digest”, y “Vanidades”, entre otras) y cuanto material pudiera leer. Crecimos rodeadas de libros de todo tipo y estilo.

En los últimos tiempos suelo recordar mucho los cuentos que leí y sigo releyendo, especialmente porque aún descubro en ellos muchas enseñanzas. Por ejemplo, siento que “El traje nuevo del emperador” se adecúa mucho a la situación que vivimos en el país.  

En dicho cuento se narra la manera tan original en la cual dos estafadores, proclamando que eran los mejores y más famosos sastres del mundo, se burlaron de un emperador y se hicieron ricos. Todos los miembros de la corte comentaban impresionados lo hermoso que era el traje confeccionado para el engreído rey, pues los ladrones habían indicado “los vestidos hechos con nuestras telas tienen la cualidad peculiar de hacerse invisible para toda persona que sea indigna del cargo que ocupa o sea intolerablemente estúpida”. ¿Quién iba a atreverse a decir la verdad arriesgándose a perderlo todo? Por esa razón los cortesanos mentían, incluso hasta el emperador lo hizo, para evitar que los demás pensaran que eran ineptos o ignorantes.

Está por empezar un nuevo año escolar bajo la misma modalidad de educación a distancia implementada en marzo pasado y eso nos vuelve a inquietar, a la vez que nos reta –como maestros- a seguir enfrentando desafíos e implementar alternativas distintas para cada situación y vivir con el corazón dividido.

Aprendimos de improviso a darle otro uso a los teléfonos, manejar las redes sociales desde otra perspectiva, emplear nuevas estrategias didácticas, recurrimos a nuestros propios hijos para que nos explicaran cómo usar ciertos programas y herramientas informáticas. Tuvimos que escuchar quejas, evaluar sugerencias, tomar decisiones, diseñar y planificar para que nuestros alumnos se sintieran acompañados desde la distancia. Ser asertivos con los padres y representantes para lograr su apoyo. Pero, ¡qué difícil nos resultó ese proceso y lo hicimos con el corazón dividido ayudando a nuestros estudiantes, mientras a nivel personal y familiar enfrentábamos también dificultades de diversos tipos! Doctores, enfermeras y docentes nos mantuvimos al frente de nuestro trabajo, al igual que muchos otros profesionales.

Hemos escuchado mucho sobre la llamada brecha digital, considerada básicamente como la dificultad o imposibilidad para muchos de acceder a la tecnología y a la información, pero, con la pandemia hablamos ahora de otras dos brechas digitales: la de uso y la de calidad. No es suficiente tener un teléfono inteligente o un equipo si desconocemos cómo usarlos de manera adecuada y eficiente, aprovechando al máximo las ventajas que nos ofrecen. ¿La escuela estaba preparando para eso? ¿Acaso todos los centros educativos poseen un aula de informática bien dotada, donde los estudiantes aprendan, busquen y seleccionen información, diseñen proyectos,…? ¿Están capacitados para transformar la información en conocimiento? Las “canaimitas” hace tiempo que desaparecieron de las manos de los alumnos. Además, en un país como el nuestro con una economía dolarizada, una inflación indetenible y la crisis del sistema eléctrico, ¿cómo enseñar a distancia?

Diego, por ejemplo, no tiene equipo y por ello acudía a la casa de Ángel para realizar las actividades de las guías. Su mamá tampoco tiene uno de esos teléfonos inteligentes y con su sueldo como encargada de limpieza en un local comercial, ¿podrá comprar uno?

Una mamá inquieta me comentaba que su hija mayor está en Colombia y le preocupaba gastar megas enviando diariamente las evidencias de aprendizaje realizadas por su niña. «Tengo que ayudarla con la tarea diaria, sacar fotos o grabar el proceso para luego enviarlo a la escuela… las cosas están muy caras».

¿Cómo ayudar a los padres y representantes a disminuir su ansiedad al convertirse en “maestros” de sus propios hijos y cumplir con otras responsabilidades familiares, especialmente la de proveer alimentos frente a una inflación galopante que ahoga y asfixia?

Las conversaciones privadas entre representantes y maestros se convirtieron en públicas mediante los grupos de WhatsApp. El que es rápido escribiendo puede, mediante su mensaje, motivar un diálogo breve y fructífero o interrumpirlo. Algunas mamás se convirtieron en heroínas anónimas ayudando a los hijos de otros, además de los propios, porque no todas tienen las respuestas ni los conocimientos para enseñar.

Necesitamos algo más que clases por televisión; son importantes las tutorías vía telefónica, el material impreso, el seguimiento a los alumnos, sugerir recursos online para refuerzo, la conformación de grupos de apoyo, políticas públicas que aseguren la conectividad a todos. La modalidad de clases radiales, como las implementadas por Fe y Alegría a través de su red de emisoras, son otra opción. Necesitamos claridad sobre lo que deseamos lograr en este primer lapso o momento, unificar criterios y esfuerzos. Pero, ¿y el corazón dividido hasta cuándo?

No hay condiciones para orientar un proceso educativo a distancia, cuando tantos representantes no se sintieron satisfechos por lo “poco que aprendió mi hijo, porque no es lo mismo escucharla a usted en el salón que a mí o leer la guía.” Y no hago únicamente referencia a la dificultad de tener un teléfono inteligente, al problema de conexión o a las continuas interrupciones eléctricas; pienso en los zapatos que le regalé a Mary porque no tenía cómo remendar los suyos (y me estremezco al recordar el precio de unos mocasines que vi recientemente), en el problema del dinero en efectivo, en la ausencia de “carritos” para acudir a la escuela, en el precio de los alimentos y las medicinas,… Pero, la pandemia nos obliga a estar en este momento sin clases presenciales, esperando que en enero próximo se pueda retomar tanto el camino como el ritmo en todo el sistema educativo venezolano, especialmente en Educación Inicial y Primaria. Digan lo que digan, es innegable que el problema económico está llevando a la agonía al sistema educativo venezolano. ¿Cuántos maestros más deben renunciar para que el gobierno tome conciencia? Más allá de la renuncia, el problema más grave es que no hay quien reemplace a esos docentes. Los padres y representantes valoran el trabajo que realizamos, pero, ¿dónde queda el respeto del Estado hacia nuestra labor?

 “No regreso a la escuela; gano más trabajando desde mi casa y sin tanta preocupación”, así me dijo Martha, maestra de 6to grado en un colegio privado. Tiene un hijo adolescente y dos pequeños. Ni con el sueldo de su esposo les alcanza para alimentarse bien. Él trabaja en una empresa y en sus horas libres “pirateaba”; ahora con la escasez de la gasolina, conduce una moto en sociedad con un amigo. Aun así, al principio de la cuarentena, vivieron una situación delicada, al extremo que su hijo tuvo que dedicarse a limpiar patios y pedía que le pagaran con productos (un kilo de arroz, etc.).

Otros testimonios desgarradores:

“Tengo 27 años de ejercicio docente, con un doctorado y mi sueldo no alcanza para nada. Sobrevivo con la remesa que envía mi hija desde Estados Unidos. Eso es indigno”.

“Me la vi apretada: no tenía seguro y tuvimos que vender el carro para operarme. Nadie se salva de esta crisis”.

“En estos meses me dediqué a impartir talleres de repostería entre mis vecinas y amigas. Se reunían 3, les enseñaba a preparar galletas, hacer panes entre otras cosas y así me ganaba la vida. No vuelvo a la escuela”.

Se nos pide demasiado, damos lo que tenemos y “hasta un poco más” (como dice mi compañera Yoleida). Somos seres que sentimos, nos alegramos, padecemos… Todos los maestros vivimos con el corazón dividido, fragmentado. Nos encanta nuestro trabajo, pero, no podemos ejercerlo serenamente porque la crisis nacional ya nos hunde, nos quita el aire. ¿Cuántas voces han de levantarse para decir que el emperador está desnudo? ¿O escribiremos otro final para el cuento, donde el padre obliga al niño a callarse por temor a las represalias?

Por Elda Rondini C.

Centro de Formación e Investigación Padre Joaquín

Referencias bibliográficas

Andersen, H. C. (1968). Cuentos de Andersen. Colección Biblioteca Juvenil. Tomo 10. Traducción de Agusti Bartra. México: Grolier International.