La cuarentena no puede significar suspensión de los derechos fundamentales. El Estado es el último garante de los DDHH y debe encontrar maneras de facilitar la satisfacción de los mismos a todos los ciudadanos. La educación venezolana lleva tiempo amenazada y lo que debemos es reducir la brecha entre atendidos y excluidos. No hacer nada no puede ser la alternativa.
“Quiero que mis hijos estudien para que sean alguien en la vida y no pasen tanto trabajo como yo”. Esa expresión la escuché muchísimas veces en los labios de padres y madres que buscaban cupos en escuelas de Fe y Alegría: ser “alguien” en la vida, o sea, ser personas valiosas y valoradas y, además, “para que no pasen tanto trabajo”. Tenían razón esos padres: la educación hace crecer a la gente, les facilita su futuro, ya sea por tener herramientas para hacer muchas otras cosas o porque permite acceder a otros derechos. Por eso se considera “Derecho puerta”.
En estos tiempos de pandemia, la educación se ha vuelto un derecho difícil de acceder, pero es bueno recordar que los problemas de la escuela venezolana no comenzaron con la cuarentena. Ya tenemos varios años con la rutina escolar alterada y esta rutina -clases todos los días- se alteró mucho más con la suspensión de las clases presenciales. Desde marzo con clases a distancia por diversos canales y medios, habrá que ver cómo está resultando. A todos nos agarró de sorpresa, sin tener las herramientas necesarias para hacerlo bien. Muchos hemos ido aprendiendo en el camino y hay organizaciones haciendo esfuerzos para seguir atendiendo estudiantes.
El ministro Aristóbulo ha asomado la posibilidad de que el próximo año escolar no comience en septiembre sino en ¡enero! Comparto con ustedes mis reflexiones al respecto.
Cuando se lee la literatura internacional sobre educación en contextos de emergencia como cuando ha habido alguna catástrofe natural, una pandemia o el deterioro crónico de la población, se establece que no es una dimensión de la vida social que se resuelve a corto plazo. Se requieren planes a mediano y largo plazo; se requiere financiamiento sostenido para poder garantizar la continuidad del proceso educativo. Y también se requieren condiciones para que el proceso de enseñanza se realice. Antes de la cuarentena hablábamos del problema del transporte, por ejemplo, como un obstáculo para que estudiantes y maestros pudieran llegar a la escuela. Ahora tenemos que hablar de la urgencia por regularizar los servicios de agua, electricidad y alimentación para que los niños puedan estudiar a distancia y los docentes puedan enseñar con un mínimo de tranquilidad. No olvidemos el tema de la remuneración del maestro. Con salarios de 3 a 6 dólares, según el cambio actual, no hay manera que el docente pueda pensar con serenidad en sus alumnos.
Es necesario, en una situación de cuarentena prolongada, que el Estado lleve un monitoreo sobre el impacto de los diferentes caminos de esa educación a distancia. Radio, televisión, hojitas, WhatsApp… ¿Cuántos alumnos están presenciando el programa por televisión que ofrece el Ministerio? ¿Por cuáles otras vías están siendo atendidos? ¿Qué preparación y acompañamiento se está dando a los docentes? ¿Las familias están siendo acompañadas de alguna manera o solo se les ha asignado un rol para el cual no estaban preparados y se les ha dejado con la angustia?
En Fe y Alegría tenemos nuestros datos. Sabemos que al mes de haberse decretado la cuarentena solo estábamos llegando al 43 % de nuestro alumnado, con nuestras clases por radio, con los grupos de WhatsApp para el bachillerato, con hojas entregadas casa por casa en algunos núcleos rurales… Un mes después, con grandes esfuerzos, llegamos al 66%, y, a finales de mayo, al 75%. Aun nos faltan y es posible que tengamos contextos a los que no llegaremos mientras dure la cuarentena. Pero ese monitoreo permanente nos permite ver dónde debemos poner más atención para reducir la brecha. Además, estamos conscientes que educar a distancia es más que “mandar tareas”. ¿Cuáles son los datos del Ministerio?
Sabemos que, mientras no haya vacuna contra el COVID-19, habrá que continuar con el distanciamiento físico, aquí y en todo el planeta; sin embargo, ello no significa que no se pueda hacer nada. Si el año escolar, en caso de que la pandemia en Venezuela se agrave, no puede comenzar con clases presenciales en septiembre, no podemos dejar en completa orfandad a millones de niños, niñas y adolescentes por espacio de 6 meses, puesto que este años escolar terminará a finales de junio. Ello va a aumentar el abandono escolar. Hay que inventar algo: refuerzo escolar, repaso, educación emocional, trabajo con las inteligencias múltiples… Hay muchas cosas que se pueden hacer a distancia. Hay países que se están planteando combinar estrategias de educación a distancia con educación presencial con protocoles de prevención y protección. Lo que no se puede plantear es paralizarnos.
Hay que hacer alianzas con académicos, investigadores, docentes con experiencia… Hay que aprender de otros países… Hay que invertir en formación de docentes. No se puede improvisar.
No se trata de “salvar el año escolar” se trata de salvar a los millones de niños, niñas y adolescentes en edad escolar. La UNESCO apunta que invertir en educación favorece la resiliencia y la cohesión social. Hay que buscar ayuda humanitaria para garantizar la educación para todos. El Estado, recordamos de nuevo, es el último garante de los derechos fundamentales, y estos son universales. No podemos aceptar que, por seis meses, unos sean atendidos y otros excluidos. La brecha hay que reducirla, no agrandarla.