En momentos en que el mudo virtual nos está incapacitando para admirar el mundo natural y captar el misterio que se oculta en todo; momentos en que la humanidad parece haber perdido la brújula y avanza a gran velocidad a un futuro incierto que no se vislumbra más justo y más humano, necesitamos cultivar una profunda espiritualidad contemplativa y política. La espiritualidad contemplativa cultiva la vida interior, la reflexión, la meditación. La sociedad moderna ha apostado por “lo exterior”, y ha olvidado la interioridad. Todo nos invita a vivir desde fuera. En consecuencia, el enorme desarrollo tecnocientífico no se está traduciendo en desarrollo humano. Los seres humanos hemos sido capaces de explorar el espacio, descender a las profundidades de los océanos, escudriñar los rincones más inhóspitos de la tierra, pero somos cada vez más incapaces de entrar en nuestra propia interioridad. Llenos de ruidos y de prisas, nos resulta casi imposible estar a solas con nosotros mismos y escuchar las voces profundas de nuestro corazón. La interioridad es el lugar de las preguntas y los encuentros, de los miedos y las certezas. Pero el hombre exterior no es capaz de formularse estas preguntas: ¿Quién soy yo? ¿Para qué vivo? ¿Cuál es mi misión en la vida? ¿Cómo concibo la felicidad? Para la mayoría de las personas, la vida se reduce a una constante y astuta huida de sí mismos. De ahí el clamor cada vez más generalizado de la necesidad de educar la interioridad, la capacidad de estar a solas y en silencio consigo mismo para escuchar las voces de nuestros anhelos más profundos.

Pero esta espiritualidad contemplativa debe ser también una espiritualidad política, comprometida en humanizar el mundo.  La espiritualidad se alimenta de un Dios que solo busca y quiere una humanidad más justa y más feliz, y tiene como centro y tarea construir una vida más humana. Buscar el cielo exige trabajar por humanizar la tierra. En esta necesaria articulación de espiritualidad y política necesitamos entender la espiritualidad como el camino político de la ternura, capaz de considerar la diversidad de culturas y rostros como riqueza, capaz de incluir también el rostro de la naturaleza, de los animales, de las plantas, de los ríos, los árboles; en definitiva, el rostro de la vida. Espiritualidad como sabiduría del corazón que nos impulsa a amar a los otros y a comprometernos en la defensa de su dignidad y en su derecho irrenunciable a una vida digna.

En consecuencia, la espiritualidad es inseparable de la liberación política, que procura convertir la naturaleza en habitable, la sociedad en decente, y el mundo en un hogar. Nuestro mundo inhumano va contra los planes de Dios que quiere que todos sus hijos vivan con dignidad. Los bienes y riquezas del mundo son para servir al bienestar de todos. La ciencia y la técnica, los recursos deben ponerse al servicio del amor, para que todos los seres humanos podamos vivir como genuinas personas. La finalidad del desarrollo no puede ser solo el crecimiento económico, sino el desarrollo humano integral. Para decirlo con las palabras de la Encíclica Populorum Progressio, “el verdadero desarrollo es el paso para cada uno y para todos de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas”. Desarrollo, orientado a remediar las carencias materiales y morales, que se sustentan en estructuras opresoras que provienen del abuso del poder o del abuso del tener.

Por Antonio Pérez Esclarín (pesclarin@gmail.com)

@pesclarin | www.antonioperezesclarin.com      

 



 

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