La reciente celebración del Día de la Juventud y del Día del Amor y la Amistad me anima a insistir en que una de las grandes urgencias de la educación es enseñar a los jóvenes a vivir una sexualidad madura y responsable, integrada a la responsabilidad, al respeto y al amor. Sobre todo en estos tiempos de erotismo sin alma, de explosión de una pornografía cruda y muy vulgar, de mercantilización de la sexualidad y reducción del amor a la mera genitalidad y a una especie de gimnasia corporal. Hay que liberar la sexualidad de la “banalización” y “animalización” reinantes y asumirla como expresión de creatividad y de vinculación comunitaria. Hoy, cuando es tan fácil “hacer el amor”, la mayoría de las personas siguen siendo “vírgenes de corazón”: se han acostado con varias personas o con muchas, pero su corazón sigue intocado. Nunca aprendieron a acariciarse con la voz, con el silencio, con la mirada, con el alma; nunca cultivaron la ternura, la comunión, ni sintieron que renacían a una nueva vida, hecha de renuncias y entregas, en los brazos del otro.
Hoy, la necesaria educación sexual se está limitando a aprender a evitar los embarazos no deseados y las enfermedades de transmisión sexual. Por supuesto que esto es un gran avance, pues ningún embarazo puede ser un “accidente no deseado”, ni ninguna relación sexual debería ser causa de preocupaciones, miedos o enfermedades. Pero es urgente que avancemos a una educación sexual que se enmarque en la educación de la afectividad, de la responsabilidad, del amor.
La sexualidad no puede reducirse a la experiencia genital, a la unión carnal. La sexualidad alcanza categoría humana cuando se enlaza en el misterio del amor, esencial en la existencia humana. El abrazo amoroso no puede reducirse a un mero entrelazamiento de los cuerpos sino que supone un diálogo profundo de los corazones que entregan la totalidad de su persona y comunican su ser más íntimo. Cuando no ocurre así, los impulsos sexuales van ganando terreno según su capricho, llegando a tiranizar la conducta, marcándole una línea obsesiva y machacona, que no libera al ser humano, sino que lo rebaja. Una sexualidad incontrolada, alejada del sentimiento y del amor, más que plenitud, produce hastío y vaciedad.
La sexualidad nos manifiesta la bondad de nuestro cuerpo sexuado como lugar de la comunicación y del encuentro amoroso, permite expresarnos de un modo pleno y total y es fuente de gratuidad y gratificación. Es importante aprender a intimar con el otro y, por ello, no podemos convertir las diferencias sexuales en mecanismos de subordinación, dependencia o maltrato, y debemos denunciar y rechazar todo comercio sexual que convierte al ser humano en mera mercancía de uso y abuso. No podemos degradar ni permitir que se degrade a la persona como si fuera una cosa. El ser humano siempre es alguien, una persona digna, que hay que respetar; no es algo, un objeto o una mercancía, que se utiliza para obtener placer y luego se desecha.